Aprendiendo a escoger con el corazón

02.09.2014 17:14

No siempre sabemos lo que sentimos. No porque no lo sintamos, sino porque hay sentimientos para los que no hemos madurado lo suficiente y no los sabemos identificar. Su presencia novedosa en nuestra vida puede invadirnos de un miedo inexplicable, que de no gestionarlo bien, puede echar por tierra aquello que perseguimos insaciablemente: la felicidad.

¿Cómo darnos cuenta de lo que estamos perdiendo? ¿Cómo saber lo que realmente deseamos en la vida? ¿Estamos preparados para amar? Mi respuesta siempre ha sido la misma: “llévate al extremo y observa”. Los antiguos maestros pensaban que para experimentar la iluminación había que experimentar la muerte. Obviamente, no recomendaré a nadie que experimente la muerte, pero sí que se planteen circunstancias similares a la muerte en sus vidas, y se observen. Observad vuestros sentimientos, vuestros miedos, vuestras reacciones en ese preciso instante.

Hace dos años y medio me propusieron tirarme en paracaídas. Ya por entonces llevaba un largo tiempo tratando de ordenar mis sentimientos, mis prioridades en la vida… así que me pareció una idea acertada para mi propósito. La persona que me lo propuso probablemente necesitaba más que yo experimentar la muerte, y lo más seguro es que yo fuera parte de ese juego. A pesar de esta nueva falta de sinceridad hacia mí, me alegré de haber tenido aquella experiencia. Salí ganando, sin duda alguna. No puedo decir lo mismo de él.

Después de 28 meses recuerdo el momento clave como si lo estuviera viviendo ahora mismo. Íbamos en la avioneta con los paracaídas puestos y los monitores a nuestro lado. Mi monitor comprobaba que nuestro enganche funcionaba correctamente, mientras me daba unas pequeñas explicaciones y me sonreía entre broma y broma. En el asiento de enfrente estaba mi acompañante con su monitor. Al principio me lanzaba alguna sonrisa, pero según la avioneta se acercaba a la altura esperada, su cara reflejaba más y más temor. Sus ojos no dejaban de mirar todos los detalles, aquí y allá; asentía de vez en cuando a las explicaciones del monitor.

Cuando llegó el momento vi el terror personificado en su rostro. Me presté voluntaria para saltar la primera (con mi monitor, claro), y según caminaba hacia la puerta no podía dejar de mirarle. Él no se daba cuenta de que le estaba mirando. Estaba tan asustado que llegué a angustiarme yo misma sólo de mirarlo. Yo también tenía miedo, mucho miedo.

Pensé que existía una pequeña posibilidad de que las cosas no fueran bien, así que quise darle un beso. Me acerqué y le besé en la mejilla mientras le bromeaba fundida en mis propios nervios. Dudo que él sea capaz de recordar ese beso. La puerta ya estaba abierta. La fuerza del viento hacía un ruido ensordecedor. Me fijé una vez más en su cara. Tenía el ceño fruncido como un niño pequeño, asustado, inmerso en un mundo que sólo giraba en torno a él, queriendo evitar lo inevitable. En ese momento, justo cuando el monitor se giraba y mi cuerpo quedaba suspendido en el vacío esperando la estocada final, cerré los ojos, crucé mis brazos y me rendí al sentimiento del amor. El miedo estaba allí, por supuesto, pero el amor lo venció y en medio de aquel salto al vacío sonreí.

Disfruté del salto de principio a fin. Fui consciente de todos mis temores, de mis deseos, de mis ilusiones. Debieron transcurrir unos 15-20 segundos en caída libre, hasta que el monitor abrió el paracaídas y volvimos a flotar sobre un aire acogedor.

Cuando aterrizamos me sentí orgullosa de mi naturaleza humana. Descubrí el inmenso poder del amor. Descubrí que el amor es invencible. Me sentí orgullosa de haber escogido el amor por encima del miedo, en una experiencia tan similar a la muerte. Sin duda alguna había decidido con el corazón… sólo yo.

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