Cuando la felicidad se desencuentra con la coherencia

03.03.2013 15:12

Cuántas veces hemos escuchado a nuestro corazón y no lo hemos seguido por nuestro bien. Qué es lo que ocurre o qué es lo que está fallando cuando nuestro bienestar no va en línea con la coherencia.

Recuerdo aquella mañana que decidí ser coherente en el amor. Decidí esperar y transmitir mi amor incondicional a pesar de la dureza de las circunstancias. Decidí que él merecía la pena porque mi corazón no podía olvidarlo, y en realidad no encontraba ningún otro motivo para abandonarlo.

Mantuve la esperanza de que un buen día recibiera una llamada, un email o una visita inesperada ofreciéndome ser parte de una gran historia. El hecho de sentirme tan llena de amor, sin condiciones, me hacía inmensamente feliz. No necesitaba más. Era el puro sentimiento de un poeta enamorado del amor, radiante de felicidad.

En el fondo era consciente de que me estaba adentrando en un paraíso de hielo a punto de derretirse, y no sabía si sería capaz de enfrentarme a cualquier escenario. Esperaba sus avances hacia mí, y mientras eso ocurría estaba siempre allí, para apoyarlo, para quererlo, para escucharlo cuando más me necesitaba. No era fácil para mí despedirme de él, y no recibir ni un sólo beso de amor en la mejilla. Un abrazo era lo más hermoso que podíamos compartir.

Durante aquel proceso mi extremada coherencia tuvo un precio muy alto. Llegaba a casa y me rompía en pedacitos de cristal por todo el suelo. Mi alma se evaporaba y mis ojos se inundaban de dolor, de impotencia y de desconsuelo. Nunca en mi vida sentí tanta necesidad de calor, de contacto físico, como aquellas tardes que regresaba a casa después de despedirnos. Me sentaba en mi sillón negro y ahí me quedaba paralizada, inútil de sufrimiento.

No entendía cómo el ser coherente conmigo misma podía tener un precio tan alto. Sentía que me estaba haciendo mucho daño. Necesitaba más de una semana para recuperarme y volver a sentir unas pocas fuerzas para continuar.

Me angustiaba no tener noticias suyas en todo el tiempo que él estimase necesario. Cuando daba señales de vida a los 2 o 3 meses, me encontraba en una situación fuerte, con energías, por lo que me emocionaba al saber de él y volver a compartir un café o una comida sólo por estar a su lado.

Era de esperar que la vuelta a casa fuera una nueva agonía, pero ése era el precio a pagar por seguir a mi corazón. Llegó el día en que me ofreció ser parte de su gran historia, sin embargo, no fue un momento emotivo, fue como si firmáramos un acuerdo. Me sentí vacía, pero no quise precipitarme y perder la oportunidad de recuperarlo.

Nos vimos un par de veces más, totalmente ajenos de lo que hacíamos en nuestras vidas. No quería una relación así. Me sentía cada vez menos querida y más engañada. Finalmente decidí desaparecer tajantemente de su vida, y no rendirme a sus palabras, ya repetitivas y monótonas.

Siempre tuvo miedo al abandono, y yo sabía que conmigo podía estar a salvo porque mi amor siempre fue incondicional. Sigue siendo incondicional, pero en la vida real lo abandoné. Lo abandoné y perdí. Él ganó, y su premio fue la compañía incondicional de sus miedos, que una vez más le demostraron su poder. Yo perdí, y mi castigo fue el peso de la incoherencia sobre mí.

Todavía sigo pensando en él, y le echo de menos a pesar de no esperar nada a cambio. A veces pienso que de alguna manera sigo siendo coherente conmigo misma porque mi amor sigue estando aquí, incondicional.

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