El día que conocí Granada

30.03.2013 21:37

Hoy he conocido Granada. Trato de buscar la imagen que de ella tenía hace apenas 24 horas y me cuesta recordar. La idea principal que rondaba en mi mente era la gran Alhambra, una especie de fortaleza medieval en lo alto de una colina, soberbia.

Hilvano con cariño los hilos sueltos que he ido recogiendo a lo largo del día; intento crear un trocito de tela para la posteridad, con una armoniosa amalgama de colores. Me dejo atravesar por los sentimientos que me han invadido, por los diversos paisajes que han ido modelando mi estado de ánimo, por los recuerdos que han aflorado al observar tantos rincones.

Apenas recuerdo mi furtiva entrada en el aeropuerto de Barcelona, pero sí recuerdo mi llegada a las tierras granadinas. El momento en el que conecté mi móvil al bajar del avión y recibí un email inesperado. La desconexión repentina de mi mente, un flechazo afilado y doloroso por el recuerdo de una amargura latente en el fluir de mis sueños. Mi conciencia me abandonó, simplemente se fue, derrotada, hundida, a llorar a su cálida y acogedora alcoba. Funcionaba como un automáta en un espacio extraño, y sin embargo su eficacia fue brillante. Tal vez mi corazón enarboló su espada para rescatar a su incondicional princesa cogiendo las riendas de aquel caótico instante.

Llegué con la esperanza de desayunar plácidamente en la plaza nueva, después de dejar mi modesto equipaje en la consigna del hostal. Me sentía agradecida por la energía positiva que desprendía hacia mí misma y hacia las personas con las que iba interactuando. Una vez más, para satisfacer el ego de mi inmadura capacidad de orientación, caminé en la dirección opuesta a la que me hubiese gustado, y fue así como llegué a la catedral.

En una callejuela cercana al edificio me abordó una gitana de avanzada edad con una ramita de romero, me cogió la mano y sin un ápice de duda, recitó mis fortalezas, una a una y casi de carrerilla. He de reconocer que me conmovió al hacer hincapié en mi notable honestidad y mi rotunda cabezonería. Por un instante me di cuenta de cómo la miraba con los ojos abiertos llena de sorpresa. Lo que acabó de marcar mi bienaventurada mañana fueron sus palabras al decirme que tendría una vida larga y feliz, que conseguiría todo aquello que me propusiera, que me amarían tal y como yo deseaba.

No tardé en relacionar algunos acontecimientos recientes. Es lo que ocurre cuando alguien nos susurra aquello que necesitamos oir. Más allá del secretismo de la gitanería, se convierte en una experiencia impactante cuando ese alguien, misterioso por naturaleza, aparece de la nada en un momento personal clave. "Alguien me amaba y lloraba por mí". ¿Era él con quién tendría mis "dos o más hijos"?.

Mi alma estaba preparada para cambiar de rumbo y dirigirse a mi destino, en esta mañana de hoy, a descubrir la plaza nueva, su típico desayuno al aire libre, y como guinda, la caminata que por mera improvisación me condujo a los enigmáticos barrios de Sacromonte y Albayzin. De subida a la montaña hice un alto en el palacio de los Córdoba, donde paseé bajo mi primer "carmen" y admiré las vistas hacia la Alhambra. Una vez en el barrio de Albayzin me fascinó cómo la gente se apiñaba en rinconcitos tradicionales, conversando, tomando una caña acompañada de su fiel tapa, riendo, disfrutando, en definitiva, viviendo la vida.

El mirador de San Nicolás era la gran ventana. La multitud se sentaba en su cornisa, estupefacta por el paisaje que se desfilaba al otro lado: inmensos edificios de colores rojizos se dejaban entrever en un marco verde frondoso, protegidos por esbeltos cipreses. Me acerqué a curiosear un restaurante que ofrecía una magnífica vista hacia la ciudadela, y pensé que no era ésta la mejor ocasión para disfrutarlo. Decidí entonces dirigirme al barrio de Sacromonte a través de un camino serpenteante.

Iba bordeando la gran panorámica mientras me adentraba en el pueblo de las casas cueva. Toda edificación en aquel lugar estaba integrada en la roca: los bares, las casas, las cafeterías, teterías, hostales... Conocí un grupo de jóvenes de la zona, soñadores, capaces de sorprenderse por una mera preferencia de quien viaja sin compañía. No en vano me hicieron reir con el salero que les caracteriza, y tras compartir una caña y un cigarrillo, proseguí mi camino sin rumbo fijo. El cielo se cubrió y comenzó a lloviznar; aun así continué para dar por zanjada mi expedición en el Sacromonte.

Escuché a una pareja preguntar acerca de un museo de las cuevas, y de pronto vi claramente que ése debía ser mi próximo objetivo. Al ver en el mapa que llegaba al vértice del último cuadrante, di la vuelta bruscamente y tomé el primer camino de subida por el barranco de los Negros. Ahí estaba. Llegué exhausta arriba pero me hacía sentir bien verme frente a las casas cueva con una entrada de 5 euros en la mano, un anfitrión con quien compartí algunos pareceres y acabó sonriéndome probablemente por la gracia que le causaba mi acento. Era el lugar perfecto para conocer el vínculo de la ciudad de Granada con los gitanos, su procedencia y sus magníficas cuevas. Sin lugar a duda había sido un día completo, sin dificultades, sin prisas... Una llave maestra en mi mochila de aventurera.

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