El don de la segunda oportunidad

15.01.2015 11:33

“¿Cómo puede ser que los padres vivan sus propios sueños a través de los hijos?”. Nunca entendí este extraño fenómeno de pseudo autorrealización. En ocasiones oímos, conocemos y tal vez hemos vivido la experiencia de tomar decisiones dirigidas a satisfacer necesidades que no son nuestras, aunque aparentemente pensemos que sí lo son. A mí me ha pasado. Al mirar atrás, pienso que tal vez la necesidad de sentirnos reconocidos, valorados y el miedo a decepcionar a quienes nos consideran “especiales”, hace que dejemos de escuchar nuestra voz interior y persigamos más bien la satisfacción ajena. Es un error.

Con el tiempo me he dado cuenta de que por mucho que nos esforcemos en la vida en satisfacer las necesidades de otras personas, nunca será suficiente para nadie. Se convierten en un saco de avaricia sin fondo. Puedes destinar toda una vida a cumplir con los demás, y siempre faltará algo.

En mi humilde opinión, hay dos principios básicos de la vida y de la felicidad: primero, mira por ti. Mira por ti porque nadie lo hará en tu lugar. Esta norma engloba varias realidades que nos hartamos de escuchar y de comprobar que son ciertas. Como por ejemplo, no puedes ayudar a nadie si te implicas en su problema. O, no puedes ayudar a nadie si tú mismo necesitas ser ayudado. Así lo establecen también las normas de seguridad y emergencia de los aviones: “antes de asistir a los demás, póngase Ud. la mascarilla”. No es cuestión de egoísmo, sino de sentido común.

Segundo principio básico: sé coherente. Siente, piensa y actúa en consonancia. El problema es que llegamos a la madurez (en edad) sin saber lo que sentimos, porque hemos olvidado cómo se siente. Nos hemos esforzado tanto en pensar y en actuar desde el pensamiento, que ya no recordamos lo que sentíamos… cuando en realidad, el hecho de sentir era innato en nosotros. Resumiendo: deja de pensar y siente. Recuerda cómo te sentías cuando eras niño y jugabas con…, escribías…, pintabas…, tocabas algún instrumento…, cantabas en el coche…, paseabas en bicicleta…, te rodeabas de animales… Recuerda, recuerda, siente y siente. Deja de pensar.

La nefasta realidad en la mayoría de los casos es que llegamos a la edad de tener arrugas en la cara, y no sabemos quiénes somos, lo que nos gusta, lo que queremos o lo que tememos. Seamos coherentes con nuestro ser interior y volvamos a alinearnos para ser nosotros mismos, no lo que otros han querido que seamos. Os recuerdo que el amor verdadero es incondicional. Cuando alguien condiciona su amor hacia nosotros, debemos ser firmes, fieles a nuestra esencia, y hacérselo saber. No hablamos aquí de acciones intencionadas que hieren a alguien. Aquí hablamos de ser o no ser. El ser no puede hacer daño a nadie. Si alguien se siente herido por nuestro ser, debería revisar sus cimientos. Es probable que alguna “columna maestra” de esa persona se esté tambaleando y prefiera desviar su propia atención haciéndonos sentir culpables. Los culpables de su dolor. No caigáis en eso por favor.

A estas alturas me siento muy orgullosa de saber lo que realmente me apasiona. Y más aún cuando compruebo que efectivamente mis pasiones de adulta se corresponden con mis pasiones de niña. En mi búsqueda de la verdad durante los últimos diez años, se me ocurrió un día preguntarle a mi madre: “mami, ¿en qué crees que destacaba cuando era niña? ¿Con qué me veías disfrutar? ¿En qué era especialmente buena?”. Su respuesta vino adornada con multitud de muletillas, pausas y tartamudeos sospechosos. Cerró el caso rápidamente: “hija mía, tú eras buena en todo”. Amor de madre. Incluso cuando nos ven perfectos, no nos están haciendo ningún favor.

El mes pasado estuve viajando por Rusia (por temas de trabajo) y tuve la oportunidad de visitar algunos lugares que merecían ser retratados. Por su singularidad, por su colorido, por las fechas en las que estábamos (fechas navideñas). Dediqué una tarde entera a elaborar un álbum electrónico, probando diferentes efectos y matices en cada una de las más de cien fotos que recopilé. Me quedó precioso. Me sentí muy ilusionada con aquella obra de arte.

Lo compartí con mi madre y enseguida me llegó su respuesta: “Precioso. Me siento muy afortunada por estar viviendo mis sueños de toda la vida a través tuyo”. Fue una respuesta que inicialmente me impactó con cierto grado de indignación. Siempre he sido una gran defensora de que el movimiento se demuestra caminando, que no valen las excusas, que si deseas algo que está a tu alcance es imperdonable que no vayas a por ello. Al margen de aquella indignación, sentí por un instante lo que ella sentía. Ella se sentía la creadora de todo lo que yo hacía. De alguna manera mis méritos le correspondían, por el simple hecho de haberme regalado la vida, por haberme criado y educado. Está claro que ella no es la que actúa por mí, la que vive lo que vivo yo, ni siquiera tiene por qué ser la causante de mi forma de ser, de mi forma de pensar, de mis valores y de mis méritos. Sin embargo, ella me creó, soy parte de ella y se siente orgullosa y realizada al ver que su “creación” ha logrado ser la persona que ella deseaba ser.

Sin duda alguna tiene un lado muy triste, pero por otra parte, creo que es un sentimiento hermoso y único que sólo una madre tiene el privilegio de sentir. El derecho a una segunda oportunidad. El premio por tantos años de dedicación y entrega. Lo que la naturaleza nos arrebata, la naturaleza nos lo regala… y las mujeres (especialmente las madres) tenemos ese don de la segunda oportunidad.

—————

Volver