El instante final

05.12.2015 19:28

Llegó el instante final. Sobrevolábamos la ciudad listos para aterrizar de un momento a otro. Traté de alcanzar con la mirada mi ansiada playa estirando el cuello a cada lado. El sol brillaba por el Este así que sabía a ciencia cierta hacia qué lado debía perseguir el objetivo.

Hacía casi cinco años que comencé a dar vueltas por el mundo. Hacía casi cinco años que cogí aquel avión a Zagreb con uno de mis compañeros. Recuerdo la primera anécdota como preámbulo de otras muchas que sucedieron a partir de aquel primer viaje. El avión era pequeño y aunque no nos dijeron nada en el mostrador de facturación, a pie de avión nos obligaron a dejar en la bodega nuestras maletas de mano y ordenadores. Mi trolley no disponía aún de una tarjeta identificativa... ni se me había pasado por la cabeza.

Hacíamos escala en Viena. Mi compañero andaba algo nervioso con un tema familiar que le acababan de comunicar, por lo que no prestó demasiada atención cuando sin recoger mi trolley a pie de avión, nos metimos en el autobús para llegar a la terminal. Un despiste brutal por mi parte que supuso un desgaste exacerbado de energía para explicarle al operario de "Lost&Found" que me había olvidado de mi portátil al salir del avión. El joven no daba crédito a lo que le estaba contando. Además tuve que decirle abochornada que no llevaba ningún tipo de identificación, pero que sin embargo era de "absoluta emergencia" que volviera a mis manos. Llevaba el trabajo de toda la semana en aquel portátil, y no precisamente en una unidad recuperable desde cualquier otro dispositivo. Al margen de la pérdida de datos, pensaba en el gol que había marcado nada más comenzar en mi nuevo trabajo.

El empleado de "Lost&Found" me vio tan desesperada que hizo un par de llamadas mientras me decía que haría todo lo posible por localizarlo. Tuvimos que embarcar para Barcelona sin el portátil. Las cartas estaban echadas. Sólo me quedaba cruzar los dedos y esperar una respuesta esperanzadora por parte de la operaria de "Lost&Found" del aeropuerto de Barcelona. Cuando la chica que me atendió llamó a Viena, no pude apartar mis ojos de su cara. Cualquier gesto por su parte marcaría la diferencia entre mi felicidad y mi desesperación en aquellos instantes. Finalmente colgó el teléfono y me dio la buena nueva: habían encontrado mi trolley abandonado en la pista de aterrizaje y me lo entregarían en casa aquella misma tarde.

Ayer, en el avión de vuelta de Moscú a Barcelona, recordaba algunas de nuestras tantas anécdotas durante los últimos casi cinco años. Observé a mis dos nuevos compañeros y a mi jefe. Un compañero y yo íbamos en la fila 4, yo en el pasillo y él en la ventana. Mi otro compañero iba delante mío y el jefe al lado, cómo no, junto a la ventana. Estábamos descendiendo. Eran las diez y media de la mañana. Con un día soleado y ocho grados anunciados por megafonía, estábamos a punto de tomar tierra en el Prat. Miré una y otra vez a mis compañeros y a mi jefe. Aquel iba a ser mi último viaje con todos ellos. Aquel iba a ser el último aterrizaje tras casi cinco años... despegando, volando y aterrizando. Despegando, volando y aterrizando. Supongo que con la memoria fotográfica que tengo habré archivado la estampa de los cuatro sentados para el resto de mis días.

Sentí cierta nostalgia. Nostalgia por los compañeros que ya no estaban y con los que viví los años más fructíferos de mi vida profesional. Ahora tenía nuevos compañeros. Nos estábamos conociendo entre risas y nervios. Durante las dos semanas que estuvimos trabajando codo con codo con los rusos, me llenaba de satisfacción sólo el hecho de ver la ilusión en sus ojos. Todo les resultaba novedoso. Estaban fascinados. La nieve, el frío, la estética soviética, los paisajes rudos, el carácter de aquella gente dura de roer... sólo por observar cómo disfrutaban de cada detalle de su primera aventura en tierras hostiles, mereció la pena una nueva andanza.

Trabajamos muy duro cada día con nuestros colegas rusos. Hacía años que los conocía así que mantenía una relación amigable con todos ellos. Estuvimos sentados juntos en la misma sala día tras día, portátil con portátil, café tras café, desde las ocho de la mañana hasta las ocho de la tarde. Hubo muchas risas, muchos nervios y momentos de estrés. Por mi parte hice todo lo posible por reírme al máximo. Sabía que no iba a volver a verlos aunque no pude decírselo a ninguno de ellos.

Tuve la oportunidad de conocer mejor a algunas personas con las que realmente me gustaría seguir en contacto. Personas con las que hubo un feeling especial y que sorprendentemente, al igual que yo, recordaban al máximo de detalle momentos que habíamos compartido hacía años. Me sorprendió gratamente que uno de estos colegas rusos recordara con tanta claridad el primer día que nos conocimos. Llegó incluso a reprocharme entre bromas el comportamiento profesional que tuve con él (el primer día que nos vimos), aunque detrás de aquello no se escondía ningún motivo despectivo. Me alegro de haber tenido la oportunidad de aclarar el malentendido, pero sobre todo me alegro de que compartiera aquellos recuerdos conmigo.

El miércoles por la tarde estábamos agotados de tanto trabajo. Antes de despedirme de los que tenían que marchar (para nunca más volver) hice un rato de Bugs Bunny, poniendo la voz que todos conocemos mientras les decía... "Eso es todo amigos". Todos se reían. La gracia estaba en que bien fuera en español, en inglés o en ruso, todos reconocíamos en el acto aquella divertida melodía de Warner Bross. Observé cómo se ponían el abrigo y la bufanda. No quise que se me notara pero no dejé de observarles de reojo mientras seguía tecleando. Igor estaba de pie, bien abrigado. Le quedaba yo para decir adiós. Me levanté y me acerqué a él. El acto reflejo de los dos fue darnos la mano mientras nos mirábamos. Él porque es ruso y yo porque soy vasca, los dos sabíamos muy bien gestionar las distancias. De hecho creo que los rusos y los vascos tenemos mucho en común... somos los reyes de las distancias y la compostura.

Nos miramos. Los dos al mismo tiempo nos tiramos de la mano y nos dimos tres besos.

Ahora sé cómo felicitarles por Navidad... y por supuesto... siempre nos quedará Bugs Bunny.
 

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