Hace unos días pude disfrutar de una cena auténticamente árabe, en un restaurante tradicionalmente marroquí. Nada más cruzar la puerta nos encontramos con un patio a la intemperie cubierto de árboles. En nuestra cultura llamamos “patio andaluz” a este tipo de patio, aunque todos sabemos que es precisamente por la influencia morisca en el sur de España que nos resultan familiares dichas estancias.
Azulejos de colores, arcos de medio punto, estancias semicirculares con mesas redondas y banquetas. Bandejas y recipientes de cobre y plata. Nuestra mesa se situaba estratégicamente bajo las ramas lloronas de un sauce. De vez en cuando caía una flor sobre nuestro mantel. La conversación comenzó siendo algo tímida pero enseguida cogimos confianza y fuimos descubriéndonos. La naturaleza del ser humano. Siempre me ha inquietado la opinión que desde las diferentes culturas se cuece respecto a la naturaleza de las personas. Mi pregunta le cogió de sorpresa. Se excusó alegando que no era una respuesta fácil. Yo sin embargo lo tenía claro. Tras varios temas evasivos aunque no por ello menos interesantes, insistí con la pregunta.
Si en la infancia nadie nos enseñara lo que es bueno y malo, lo que es correcto e incorrecto… ¿cómo llegaríamos a ser de adultos? ¿Buenas o malas personas? Pensemos en un bebé recién nacido. No existe en el mundo un ser más egoísta que un bebé (cariñosamente hablando). Sólo piensa en comer, en dormir y en hacer sus necesidades. Necesita ser el centro de atención para poder vivir. No le importa en absoluto el sacrificio que sus padres deben hacer para alimentarlo, para protegerlo, para darle un hogar caliente y seguro, para proporcionarle una buena educación. Este egoísmo perdura durante muchos años hasta que llegamos más allá de la adolescencia.
Cuando llegamos a la madurez emocional, que no es lo mismo que la edad adulta, nos damos cuenta de lo que cuesta un peine. Este cambio suele ocurrir cuando por medio de alguna experiencia en nuestra vida han dejado de tratarnos como niños, como jóvenes. La sociedad comienza a tratarnos como adultos, sin piedad, sin esa dulce mirada que la humanidad nos brinda cuando somos niños. De un día a otro la gente deja de sonreír. Los hombres no te miran como a una niña, te miran como a una mujer. Este cambio en concreto a mí me confundió y me afectó enormemente. La burbuja de protección que existía a nuestro alrededor simplemente explota y quedamos expuestos, vulnerables ante el fuerte oleaje de la sociedad.
Cuando a mí me sucedió comencé a reflexionar sobre la naturaleza del ser humano. Obviamente hay personas maravillosas en el mundo, pero ¿qué es lo que predomina? Incluso las mejores personas nos exigen que cumplamos con nuestra parte del contrato, nos echan la bronca si cometemos un error. Nadie nos perdona un incumplimiento, una incapacidad. Nadie se acuerda de ti hasta el final de tus días. Hasta las personas más bondadosas pueden olvidarse de ti. Todos necesitamos sobrevivir, y en esta nuestra sociedad no es posible vivir del aire. No nos queda otra opción que vivir los unos de los otros. El primer paso: aprendemos a ser seres interesados. Nos relacionamos con las personas que nos aportan algo para cumplir con nuestros propósitos. Una vez nos colocamos en la línea de salida correcta comienza la carrera.
En nuestra vida cotidiana, ¿nos encontramos con personas que quieren hacer algo por nosotros sólo porque sí? Rara vez. Si alguien muestra una actitud desinteresada hacia nosotros siempre pensamos que debe haber algún interés detrás, y cierto es que pocas veces nos equivocamos. Si un desconocido se presta voluntario a hacernos un favor, existen tres opciones: 1. No es una persona “normal”; 2.Nos quiere llevar a la cama; 3 Pensamos que tiene algún interés que de momento desconocemos (posiblemente económico o profesional) pero sabemos que “ya vendrá la vuelta”.
MI compañero de cena finalmente no se pronunció por la naturaleza del ser humano. Se limitó a contarme la historia de su padre, un señor religioso que únicamente vivía para rezar a Dios y para mantener a su familia. Tan apasionado y disciplinado de su religión que supo el día exacto en el que iba a morir. Pudo pedir a sus hijos que lo llevaran a la casa familiar. Se permitió el lujo de despedirse de ellos y de transmitirles los mensajes pertinentes antes de su muerte. Su conexión consigo mismo le otorgó un final naturalmente planificado y tranquilo.
La historia de su padre me dejó helada, y sentí la necesidad de preguntarle si había sido feliz. Para mi sorpresa no fue capaz de responderme a esta pregunta. ¿En qué consiste todo esto? ¿Para qué estamos aquí? En mi humilde opinión pienso que dentro de esta cajita en la que nos encontramos, con o sin la observancia de un ser superior, tenemos la obligación de ser felices. Hagamos lo que hagamos. La cuestión es: ¿el camino de la felicidad nos lleva a ser buenas personas? Probablemente sí. Dudo que una persona que no sufra daños neurológicos severos sea capaz de ser feliz haciendo daño a otros seres o disfrutando de su sufrimiento.
Por el contrario, hacer todo lo posible para ser buenas personas no nos garantiza que seamos felices. Cada uno de nosotros tenemos una naturaleza distinta. No todos podemos acogernos a las mismas acciones de hacer el bien, de comprender el bien. Cada uno de nosotros debemos buscar nuestro propio camino de la bondad y sólo así seremos coherentemente felices.
Pienso que la naturaleza del ser humano no es buena, pero sí creo que es moldeable. Somos seres con una inteligencia superior, suficientemente superior como para un día despertarnos y darnos cuenta de que lo que verdaderamente importa en esta vida es ser feliz. Vivir en coherencia con uno mismo, en cuerpo, mente y alma, nos da la felicidad. La coherencia nos ayudará a diferenciar los miedos que debemos superar de los miedos que debemos preservar. Pensad en ello. Cargamos con algunos miedos intrínsecos que hacen que podamos ser buenas personas. Si algún día quisiéramos erróneamente afrontarlos para ser “más hombres” (por ejemplo, matar a otro ser inocente o atrevernos a atracar una casa), sin duda conseguiremos exitosamente eliminar ese miedo que durante tantos años nos ha servido de protección. Quién no ha oído decir… “la primera vez me costó pero después me acostumbré”. Debemos ser capaces de preservar los miedos que nos ayudan a ser buenas personas. Debemos ser lo suficientemente inteligentes como para no querer romper nuestro escudo protector.
El resto de miedos que no forman parte de nuestro escudo protector existen como consecuencia de uno o varios traumas a lo largo de nuestras vidas. Definir la palabra “trauma” podría implicar escribir un libro, así que pondremos un punto final a esta frase. Estos miedos “miserables” impiden que seamos felices. Estos miedos son los que nos matan en vida, así que tan pronto como los descubramos hay que eliminarlos.
Sólo cuando nos demos cuenta de que el sentido de todo esto es que seamos coherentemente felices, descubriremos nuestra verdad, y sólo cuando descubramos nuestra verdad encontraremos nuestro camino de la bondad. Nuestro camino natural de la bondad.
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