La soledad de la vejez

30.01.2015 09:17

Creo que pocas veces somos conscientes de lo que representa la vejez. Esta mañana estaba pensando sobre ello al cruzarme con un señor mayor que paseaba junto a su perro. Ambos eran viejitos. En los cinco segundos que tuve para observarlos a medida que se acercaban, comprendí que aquella imagen era preciosa, tierna y valiosa. De pronto supe el premio que aquello representaba. Ojalá pudiera llegar a ser una mujer tan mayor y poder disfrutar de la compañía de una mascota tan mayor como yo. Tantas experiencias vividas, tanta complicidad, una misteriosa empatía entre los dos… Llegará el día en que uno llorará la marcha del otro, pero cuando eso ocurra, se aferrarán a los momentos compartidos.

Llegar a la vejez significa haber vencido multitud de obstáculos en la vida. Significa haber esquivado enfermedades, accidentes; haber amado, sufrido, llorado, reído, gritado, susurrado, cantado, bailado… hasta que nuestro rostro haya quedado cubierto de arrugas; nuestros ojos hayan contemplado miles de paisajes, percibido infinidad de sensaciones; nuestras manos hayan acariciado innumerables deseos; hayamos degustado los sabores y aromas más variopintos minuto a minuto; nuestros oídos hayan sido deleitados con las más maravillosas notas musicales y sonidos de la existencia. Y día tras día hemos logrado que nuestro cuerpo vuelva a erguirse y siga caminando. Es un auténtico milagro.

Me gustaría que en la sociedad en la que vivimos fuéramos capaces de valorar el logro de ser una persona anciana. Que respetáramos dicha condición como una bendición, no como un lastre. Que se aprendiera más de los ancianos, que no se permitiera que cayeran en el olvido. Son el tesoro de la humanidad. Deberíamos poder disfrutar de ellos, de sus experiencias, de sus opiniones, de sus lecciones.

Hace menos de una semana falleció mi tía abuela. Con ella se acaba toda una generación de abuelos, abuelas, tíos abuelos y tíos abuelas. A los diecisiete años, ella y su hermana gemela fueron expatriadas al Reino Unido, para sobrevivir a la guerra civil española. Allí se quedaron para toda su vida. Su hermana se casó y tuvo familia, la familia que aún mantenemos en el Reino Unido. Ella nunca se casó ni tuvo descendencia, pero tras la muerte de su hermana a los pocos años de dar a luz, se quedó en aquella tierra, junto a su familia… tal vez fue parte de una promesa. Hasta que mi madre y sus hermanos fueron mayores y las nuevas tecnologías avanzaron, apenas se tenían noticias de sus vidas. Mi madre fue la que más se esforzó por recuperar el contacto con el pasar de los años. Mientras tanto, mi abuela estaba encantada de haber recuperado a su hermana desterrada por la guerra.

Su sobrino, el hijo de su hermana, siempre vivió con una especie de añoranza de no haber podido pertenecer a nuestra cultura. Cuando recuperamos el contacto, él era una persona adulta, con una personalidad totalmente británica. El no haber descubierto su propia identidad le produjo épocas muy tristes en su vida, rozando la depresión y el vacío existencial. Creció sin su madre. A su vez, su tía estuvo internada durante gran parte de su juventud en casa de una familia adinerada que le daba trabajo y techo. Recordaba vagamente algunas nanas en euskera (vasco) que ella le cantaba cuando era pequeño. Hace más de dos años que él murió de un cáncer, y lamentablemente se fue con aquella eterna tristeza.

La semana pasada se fue también su tía. Hace unos cinco años que decidió vender su casita adosada y entrar en una residencia de ancianos donde cuidarían permanentemente de ella. Había superado un cáncer de mama, pero necesitaba muchos cuidados. Aceptó la pronta muerte de su sobrino con el carácter que la caracterizaba, con nuestro carácter. La mujer de su sobrino y el hijo de ambos eran las únicas personas que le quedaban en su familia inglesa. Cuidaron de ella, la visitaban constantemente y jamás la abandonaron.

El sábado pasado me llamó mi primo inglés para decirme que había muerto por una infección relacionada con el cáncer. No hubo tiempo para reaccionar. Él me contó que en cuanto la doctora les avisó, acudió a su lado y permaneció junto a ella hasta que se marchó definitivamente. Me prometió que se fue feliz, sin sufrimiento y agradecida de que él estuviera a su lado. Sentí una gran tristeza al imaginar lo triste que hubiera resultado si se hubiera marchado sin nadie que le cogiera la mano y le prestara sus ojos donde posar su última amorosa mirada.

Nadie se merece morir en soledad. Creo que ésta es una lección que debemos aprender.

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