Ayer por la noche, mientras estaba en la cama, intentaba recordar los momentos más bonitos que viví con mis abuelos. Probablemente hubo muchos más de los que recordé, pero vinieron a mi mente algunas imágenes que por algún motivo allí estaban.
Recordé la sonrisa de mi abuela cuando me miraba. Creo que nunca nadie me ha mirado de esa manera. Sólo con su mirada sentía que me absorbía entera y me abrazaba con sus ojos. Era una sensación de pureza incuestionable. De incondicionalidad absoluta. De un estado de encantamiento indescriptible. Ahora, como única observadora de mi pasado en blanco y negro, soy totalmente consciente de que mi abuela nunca dedicó una sola sonrisa de aquella naturaleza a ningún otro ser en mi presencia. Tal vez ése sea el motivo por el que todavía la siento cerca, rondando en mi espacio, hasta el punto de que a veces me sorprendo a mí misma pensando en ella como si siguiera en casa.
Recordé los paseos con mi abuelo. Cuando venía a buscarme al colegio, me cogía la mochila y me agarraba fuerte de la mano. Estaba tan orgulloso de mí… Nunca olvidaré las palabras que me decía mientras caminábamos para casa. Decía que yo era su favorita, su niña bonita, y que no se lo dijera a nadie… ¡menos aún a mi hermana y a mis primos! Decía que yo era especial.
Me encantaba que me contara sus historias. Tenía mucha imaginación, aunque en algún momento de su vida, su experiencia había superado con creces su imaginación. El agujero que tenía al ras de la frente era la evidencia de sus innumerables aventuras. Siempre contaba que casi lo mataron durante la guerra civil española. Aquella bala rozó su cabeza. Un milímetro más abajo y mi abuelo hubiera muerto en el acto; mi madre no hubiera nacido y yo tampoco. En conclusión, ¡parece que yo estaba destinada a nacer de mi madre! ¡Y contra todo pronóstico!
Ayer por la noche añoré la compañía de mis abuelos, pero sobre todo añoré la sensación de sentirme tan especial e importante para alguien.
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