Mi piano y yo

09.03.2013 19:11

Cuando era niña adquirí una curiosa obsesión con la música y con el piano. Recuerdo que me fascinaba cantar en cualquier lugar, en el coche, en casa, en la calle... Disfrutaba enormemente cantantado, incluso las lecciones más monótonas y rítmicas de mis clases de solfeo me resultaban placenteras. Lo cierto es que no podía presumir de una entonación divina, pero al menos era de las pocas personas en mi clase de solfeo que poseía un timbre lo suficientemente agudo como para cantar las notas más altas sin que mi profesora se pusiera nerviosa.

Recuerdo cuando mis padres apuntaron a mi hermana (mayor que yo) a solfeo. Ella no mostraba ningún tipo de interés por la música clásica, y salvo algún comentario estacional en su vida sobre su simpatía por el acordeón, jamás observé en ella la mínima curiosidad por profundizar en el mundo musical. Como suele ocurrir en este tipo de situaciones, mis padres acabaron desistiendo al ver cómo la cabra tiraba al monte, y en lugar de escoger la música optó por el deporte.

Mientras tanto ahí estaba yo. La niña tímida, formal e inteligente que deseaba tocar el piano desde que nació. Mi padre me compró un pequeño teclado donde las teclas blancas y negras eran unos botones cuadrados que se ajustaban perfectamente a mis deditos. ¡Creo que nadie más en casa era capaz de pulsar aquellas minúsculas teclas! Antes incluso de aprender a escribir, pedí a mi madre que quería aprender a tocar el piano, y como compensación de la falta de interés que mostraba mi hermana en cuestiones musicales, me apuntaron encantada a las clases de Rosabel. Como no sabía escribir tuve que comenzar con un nivel de "ingreso" de solfeo que era muy básico y que ni siquiera contaba con un examen final. Era una iniciación a la música para aquellos seres diminutos como yo que aspirábamos a hacer cosas para las cuales todavía no estábamos preparados.

Siempre fui la mejor en las clases de música. Era rápida memorizando las claves musicales y la teoría musical, el ritmo no se me daba del todo mal, y aunque mi oído dejaba algo que desear, en conjunto era la alumna que de forma permanente destacaba en las clases. Mientras observaba cómo algunos de mis compañeros sufrían e incluso lloraban por las exigencias de nuestra profesora, para mí era coser y cantar, y encima me encantaba. Por supuesto mis exámenes en el distinguido conservatorio de "Juan Crisóstomo de Arriaga" de Bilbao eran tremendamente duros y estresantes, aun siendo una niña. No podía evitar ponerme nerviosa, así que mi profesora me daba una pastillita antes del examen para que no me temblara la voz. Siempre me decía que a ella también le traicionaban los nervios, y que por eso nunca se examinó del último curso de piano. Anticipándome a mi relato, debo decir que yo me quedé exactamente en el mismo lugar que mi profesora, a un sólo año de finalizar mis estudios de piano.

Cuando ya por fin tuve nociones de solfeo comencé con las clases de piano, aunque tampoco fue el primer curso oficial, sino que nuevamente era un curso de "ingreso" al piano. Mis deditos eran muy frágiles y se me doblaban al pulsar las inmensas teclas. Tuve que hacer ejercicios del gran "Schmidt" para adquirir fuerza y destreza en mis dedos, y para comenzar a trabajar la técnica de las pulsaciones. Empecé a intuir que recibía demasiados sermones para ser tan buena, así que llegué a la conclusión de que el piano me iba a suponer mucho esfuerzo, y que en realidad no era uno de mis dones naturales. Con el tiempo aquello me marcó porque nunca ninguna materia me había frustrado tanto como mis lecciones de piano. Y lo más triste es que me encantaba tocar...

Mis padres me compraron un gran piano negro, un "Yamaha" precioso de caja alta y sonido de cola. Todavía hoy me encanta ese piano. Sueño con el día en que pueda llevármelo conmigo a mi hogar, un concepto que para mí es difícil de concretar. El hecho de tener mi propio piano redujo las horas de estudio obligadas en mi segunda casa, es decir, en el piso donde mi profesora impartía sus clases. Realmente había sido mi segundo hogar.

No sé si fue por mi falta de disciplina juvenil, por mi carácter enamoradizo o simplemente porque no estaba especialmente dotada para el piano, pero según avanzaba mi experiencia musical era perfectamente consciente de la inseguridad que me suscitaba tocar el piano, y más aún en público. Cuando mis padres abrían sigilosamente la puerta de la habitación para observarme practicar, mis manos se levantaban súbitamente del teclado y me quedaba inmóvil. Reconozco que mi madre me animaba a tocar diciéndome que lo que tocaba era precioso. A pesar de sus alentadoras palabras la miraba con cierto disgusto y me negaba a continuar hasta que la puerta quedara completamente cerrada. Nunca nadie me dijo que tocaba bien, así que supongo que pensé que mi madre me quería demasiado y así quedó grabado en mi conciencia.

Los exámenes de piano eran literalmente horribles. Soñaba con un aprobado raspado, calificación que obtuve en todos los cursos, aunque recuerdo que en el examen de 7º toqué un vals de "Chopin" que todavía hoy me hace temblar de emoción, y que no lo debí hacer nada mal, ya que la siguiente alumna que debía examinarse detrás mío permaneció en la sala durante mi examen y me felicitó por cómo había tocado esa pieza.

Hoy en día mi relación con el piano es extraña. Una relación de amor y odio. Lucho cada día por romper con esa creencia de que no nací para tocar el piano. Cada vez que me siento a tocarlo, lo acaricio, lo miro con mucho amor. Intento reconstruir nuestro vínculo, porque sé que en el fondo de mi alma el piano ocupa un lugar especial. Debo encontrar el camino para llegar a él, sentarme bajo el hermoso almendro que allí me espera, con un suave aroma a flores de primavera, mientras la música suena.


 

—————

Volver