Hoy ha sido el día del encuentro. Cada tres meses mi maestro de Reiki organiza un encuentro para quienes quieran reconectarse con la energía original, tal y como tradicionalmente se ha venido haciendo en Japón. Por supuesto allí estaba yo. Últimamente he sentido la necesidad de volver a mis cauces, a pesar de que la vida espiritual que llevo es bastante disciplinada. La verdad es que hay personas especiales de las que es un auténtico privilegio nutrirse. No todos vemos lo mismo en ellas, pero me alegro de que en mi caso sea capaz de sentir esa preciosa armonía en un ser. Me siento más acompañada en este mundo sabiendo que existe.
Hay cosas que llegan a nuestra vida simplemente porque las necesitamos. Las absorbemos, aprendemos de ellas, las disfrutamos y después se van. Y se van porque dejamos de necesitarlas. En cierta manera relativizamos nuevamente nuestra existencia y descubrimos que ese algo que tan importante era un tiempo atrás, ha dejado de serlo. Cuando esto ocurre significa que hemos avanzado en nuestro camino, en una u otra dirección, pero digamos que nos hemos movido.
En el caso del Reiki, llegó a mi vida por diversas casualidades enlazadas una tras otra hasta que finalmente conocí a mi maestro. Había llegado cinco minutos antes de la hora y algo me decía que por mucho que tocara el timbre nadie me iba a contestar. No sabía si vivía allí o no, pero sabía que no estaba. Me giré y le vi llegar. Estaba a unos veinte metros en la misma acera. Venía arrastrando una maleta con ruedas. Vestía una camiseta de manga corta negra, tejanos y zapatillas de deporte. No parecía un maestro “típico” pero sabía que era él. Nuestras miradas se encontraron en aquella distancia y se sonrieron sin duda. Después de casi un año podría describir exactamente la misma sensación cada vez que nos vemos.
Gracias al talento que le caracteriza a mi cabecita por recordar lo irrecordable, podría estarme horas y horas describiendo todos y cada uno de los detalles de aquel primer encuentro. Para mí es como abrir un álbum de fotos sacadas secuencia a secuencia y disfrutar por segunda vez de la experiencia. No lo asemejo tanto a ver un vídeo porque en realidad el vídeo va transcurriendo de forma “neutra”. Es decir, todas las imágenes y escenas tienen la misma importancia en un vídeo. Simplemente avanzan, se muestran sin enfatizar ningún detalle. Sin embargo, mis recuerdos se muestran como fotogramas acompañados de sensaciones, emociones, olores, palabras, sonidos… y según el impacto que cada una de ellas causó en mí, su duración puede ser más prolongada en el escenario de mi memoria. Cuando miramos un álbum de fotos acostumbramos a detenernos en las fotos que más sentimientos nos provocan. Prolongamos los recuerdos en función de lo que nos transmiten. ¿Nunca os habéis parado a contemplar una foto durante largos minutos sólo porque os invadía de recuerdos que queríais revivir y volver a disfrutar? Pues eso mismo.
Alguno os preguntaréis… “¿Por qué está hablando ahora de esto?”. No lo sé la verdad. Supongo que me apetecía recordar el momento en que conocí a alguien especial, dado que en esta vida parece que nos resistimos a ser especiales, y por eso es que las personas especiales no abundan. Deberían abundar, pero no abundan. Por otra parte, los últimos dos meses (desde que obtuve mi maestría de Reiki) he estado pensando en si el Reiki es algo que llegó a mi vida porque lo necesitaba y si por lo tanto se irá en cuanto lo deje de necesitar.
Pienso que en un esquema mental “mundano” en el que estamos acostumbrados a vivir entretenidos con el exterior, eso es lo que sucedería exactamente. El Reiki perdería toda su magia en cuanto me distrajera con los nuevos acontecimientos de mi vida: una nueva pareja, una nueva mascota, un cambio de trabajo, tal vez un cambio de casa, un viaje romántico… todas estas aventuras hacen que la vida en este mundo sea preciosa. Lo que ocurre es que todas estas aventuras, sin excepción, son efímeras. Tienen un final. Sólo hay una aventura que es auténtica y que no tiene final: “la aventura de mi espíritu”. Y mi espíritu me pide “espiritualidad” al igual que mi cuerpo me pide comida.
He descubierto que cuanto más disfruto de las cosas mundanas más me conecto a mi espíritu. Me siento tan feliz y agradecida que alcanzo la consciencia de muchas sensaciones de las que se oye hablar cuando estamos inmersos en la espiritualidad desde una posición más necesitada, pero que tal vez no es el momento más propicio para comprenderlas en nuestra piel.
La otra noche estaba acostada en la cama y me vino una sensación de cuando era pequeña. No era un recuerdo. No era una imagen, ni una escena. Era simplemente una sensación, una emoción provocada por un ambiente, por un entorno. Es comparable a las sensaciones que nos transmiten los ambientes de algunas películas. Enseguida sabemos que no nos gustan, sin verlas, con sólo empaparnos de ellas durante unos segundos. “Ama, no me gusta el ambiente de esa película… cámbiala”. Es lo que le decía a mi madre cuando era pequeña y estábamos buscando una película interesante desde la cama. La otra noche recordé las sensaciones que me dominaban cuando era pequeña. De pronto fui consciente de dónde estaba, de la vida que tenía, de mi trabajo, de mis mañanas, de mis tardes, de mis noches, de mis paseos, de mis vacaciones, de mis amigos… el ambiente que yo misma he ido construyendo durante tantos años se ha tornado alegre, colorido, lleno de paz y luz, de calma y equilibrio.
Me imbuí en mi ambiente por unos minutos, tal vez tratando de averiguar si de forma inesperada surgiría un desencanto, una amenaza o algún tono gris a mi alrededor. No surgió nada que alterase mi precioso ambiente. Permanecí con los ojos cerrados y sonrientes en la oscuridad, junto a mis mascotas, y así me dormí, satisfecha de la vida que me estaba construyendo.
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