Rendirse por miedo o rendirse por amor

14.11.2018 15:13

Personalmente el concepto de la rendición siempre me ha causado cierta confusión. En ocasiones me parecía que rendirse ante una situación era lo más loable y hermoso que podíamos hacer. Sin embargo otras veces no entendía cómo la rendición podía siquiera ser considerada un acto positivo, dado que sus consecuencias me dejaban en un estado de frustración, decepción, desmotivación, enfado y finalmente tristeza.

No diré que la comprensión ha venido del tiempo, ya que el tiempo no es un ente que nos da algo o nos lo quita, simplemente es una invención del ser humano de cara a organizar la convivencia en una sociedad y de dar sentido u orden a una larga secuencia de acontecimientos que construyen nuestra vida en esta tierra. Podríamos decir que el tiempo es el máximo culpable de todo después de "Dios". La naturaleza del ser humano tiende a buscar culpables "externos" en lugar de ponerse la propia responsabilidad a cuestas. En cuatro palabras: el tiempo no existe.

El tiempo no me ha enseñado nada, me lo he enseñado yo misma en el transcurso de mis experiencias y aventuras decididas por mí y que han resultado ser la mejor escuela de la vida. El día de Reyes me hice un gran regalo. Hacía tiempo que quería visitar la ciudad de Copenhague, pasearme por sus calles y jardines, palpar la nieve de su invierno y llenar mis pulmones del aire congelado de sus latitudes. Compré un billete y simplemente me fui.

Durante tres días no dejé rincón sin caminar. Desde la mañana hasta la noche y teniendo en cuenta que a las cuatro y media de la tarde oscurece en esta época, conseguí verlo todo, con sol, sin sol, con nieve y sin nieve. Lo más importante: sin viento y sin lluvia. Acabé con los pies doloridos de tanto caminar... tanto que tuve que comprarme unas botas nuevas y abandonar las mías, que por cierto ya les tocaba jubilarse.

El primer día quería llegar al punto más lejano desde mi hotel, por supuesto tomando algunas fotos por el camino. Este punto era la Sirenita de Copenhague. Aterricé a la hora de comer así que cuando salí de aquel restaurante ya era casi de noche. Aun así quería ver la Sirenita. Quienes me conocen saben que me pierdo hasta en el baño, pero aun así nunca lo he considerado un motivo para sentir miedo. No me asusta perderme, no desde que aprendí que debía vivir con ello. Al ser consciente de este defecto de fabricación, intento al menos no meterme en lugares extraños cuando cae el sol. Ese es mi único lema: cuando el sol se pone los vampiros salen y yo me reprimo las ganas de perderme (me río).

Había llegado al puerto. Las casitas de color pastel que dan imagen a la ciudad en el mundo exterior estaban delante mío, haciendo total justicia a su fama. Suponía que la SIrenita debía estar cerca ya que allí estaba el mar y la Sirenita estaba en el mar, junto a las rocas. Apenas había gente paseando. Algunos turistas en pareja; poco más. Continué caminando hacia la orilla. Me acerqué a un cartel informativo delante del Teatro (Det Kongelige Teater). Tuve que encender la linterna del móvil para poder ver el mapa. Ahí estaba ubicada la Sirenita. Sólo tenía que bordear aquel agua y seguir recto algo más de un kilómetro. Facilísimo.

Después de una decena de fotos por el camino llegué a la altura del Palacio de Amaliengborg. Por supuesto esto lo supe al día siguiente. En ese punto el recorrido portuario se volvía algo oscuro, así que comenzó a asaltarme una duda existencial. Debo decir que ante la ausencia de gente y de iluminación me asaltó el miedo. No sabía si debía continuar a pesar de arriesgarme a que no fuera el camino correcto, o dejarlo para el día siguiente. Estaba muy oscuro, hacía mucho frío, no había luces por el camino y apenas me crucé con nadie. A pesar de ello proseguí mi camino haciendo honor a mi nombre.

Tenía la certeza de que la Sirenita estaba cerca, tal vez demasiado cerca, no obstante me invadió una sensación repentina de que no debía continuar más allá de donde me encontraba. Fue una sensación tan intensa que di la vuelta y me fui por donde había venido. Apenas llevaba cuatro horas en la ciudad. Había olvidado el mapa en el baño del restaurante y no estaba segura de si había memorizado suficientemente el recorrido de vuelta para el hotel. En circunstancias así siempre me tranquilizo al pensar en las fotos que iba sacando por el camino... significan para mí lo mismo que las migas para Pulgarcito. Ahora conocéis el secreto de mis fotos. No responden a una cuestión artística sino más bien a una cuestión de supervivencia (me río).

A lo lejos divisaba el Teatro que hacía más de media hora había visitado. Miré al cielo justo encima del Teatro y vi que la luna estaba creciendo. Brillaba intensamente. A su derecha me fijé que había una estrella. Me acordé de haberla visto unos días atrás cuando salía del trabajo e iba caminando al gimnasio. Tenía un brillo especial. La primera vez que la vi me sorprendí de no haberla visto nunca antes. Tenía tanta fuerza y se veía tan claramente a la derecha de la luna... en fin, siempre fui una niña muy despistada.

De nuevo frente al Teatro pensé que podía seguir la dirección que me marcaba la estrella. Mientras las calles me resultaran familiares y estuvieran más o menos transitadas podría ser una buena idea seguirla. Poco a poco llegué al lago de Orstedsparken. Conocí este parque al mediodía al salir del hotel. Una vez más me había dejado llevar por una casualidad y desobedeciendo las instrucciones de mi mapa di con este parque. Me encantó. Su lago descansaba tranquilo bajo la luz suave del atardecer. Había sido un día muy soleado, por lo que cuando entré por primera vez al parque y vi el lago, la luz que lo rodeaba era magnífica para sacar unas fotos. Ahora estaba de nuevo en ese mismo lugar con la estrella chispeante sobre mi cabeza. El reflejo de la luz de la luna sobre el agua helada era espectacular. Me llené de felicidad y de paz. Fue la recompensa de haberme rendido a tiempo, de dar la media vuelta y de seguir a mi estrella.

Por la mañana tras un recorrido cubierto de una inesperada nevada en la ciudad, tuve la gran suerte de contemplar a la Sirenita rodeada de rocas resbaladizas y charcos de nieve. El agua del mar estaba completamente helada y blanca. Comprobé que la noche anterior me quedé a menos de cincuenta metros del lugar. Miré a la Sirenita por última vez y me reí. Fue una gran idea seguir a mi estrella.

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