Todos tenemos momentos bajos. En realidad en esos momentos es cuando mejor nos conocemos a nosotros mismos. Qué pensamos, cómo reaccionamos, cómo nos protegemos, qué postura adoptamos… en definitiva, cómo nos sentimos con nosotros mismos. Hace mucho tiempo me hice una promesa: “no hay nada en este mundo que merezca mi sufrimiento”. El sufrimiento es una opción personal, por eso creo que esta afirmación es totalmente acertada. Nada ni nadie en este mundo debe tener el poder de hacer que nos sintamos mal, que nos desequilibre, que nos ensombrezca, que nos robe la alegría. Nada. ¿Y por qué? Porque en el camino he aprendido que nadie mirará por mí si no lo hago yo. Por supuesto que hay personas que me quieren. Lo que ocurre es que el verbo “querer” no implica “mirar por tu bien”. Cuando una persona te quiere querrá lo mejor para ti (o al menos así debería ser desde mi lógica), sólo que lo querrá desde su propia perspectiva, desde su forma de ver la vida. A estas alturas sabemos que lo que a una persona le hace feliz puede amargarle la vida a otras, y viceversa.
¿Quién sabe lo que realmente nos hace felices? Nadie más que nosotros mismos. No es una respuesta negativa, simplemente es una respuesta única. Debemos entender que las personas de nuestro alrededor nos querrán ver bien desde su entendimiento de ser felices, y en función de su carácter, del poder que ejercen en nosotros y de nuestra autoestima, podemos vernos envueltos en un mundo de incoherencias en el que agradamos a muchos… excepto a nosotros mismos. Mi consejo: que les den. No hay nadie a quien agradar, salvo a ti mismo. Nos lo debemos. Hemos nacido para ser libres, y evidentemente, hemos llegado solitos, sin nadie cogido de nuestra mano.
El domingo estuve en el hospital haciendo reiki a los niños enfermos. Mientras yo estaba con una mujer musulmana que tenía en sus brazos a un bebé prematuro, observé a la pareja que estaba en el box de enfrente. Era una pareja occidental con un bebé en brazos. Por un momento pensé que no había ninguna diferencia entre ambos bebés. “Ahora mismo son exactamente iguales. Sienten y piensan lo mismo, y además están luchando por lo mismo. ¿Cómo puede ser que dentro de unos años haya semejante barrera entre ambas criaturas?”. Me percaté de que el padre de uno de los niños jamás estaba con la madre. La madre permanecía horas y horas con el bebé y con su hermano mayor, sentado a su lado. Desconozco su situación familiar, tal vez el padre haya fallecido o simplemente crea que no es su obligación estar allí. No lo sé. En cualquier caso pensé que ese hecho podría estar marcando una diferencia en el futuro del bebé. No por ello el padre lo iba a querer menos, sólo que lo haría desde su propia perspectiva, con tintes culturales y sociales propios.
La clave no está en la forma de querer o de transmitir el amor. La clave está en cómo percibimos nosotros el amor que se nos transmite. La percepción está en nuestras manos, nos atañe sólo a nosotros; la transmisión no depende de nosotros, la recibimos del transmitente a su manera. Poco podemos hacer para cambiarla. Sólo enfadarnos, nada más. ¿Merece la pena enfadarse por algo que no podemos cambiar? Creo que no. ¿Merece la pena enfadarse por algo que sí podemos cambiar? Merece la pena, pero no tiene sentido. Simplemente cambiémoslo sin tener que pasar por el enfado. Si el enfado nos acompaña durante el proceso de cambio, pronto se transformará en calma porque veremos los resultados y percibiremos lo que necesitamos percibir.
Cuando tocamos fondo lloramos desconsoladamente hasta ahogar a nuestro peluche. Es en ese instante cuando debemos observar a qué nos aferramos, cuáles son nuestros escudos protectores y los pensamientos que nos dan fuerza a restregarnos las lágrimas y a ponernos de pie. Una vez hemos analizado nuestro entramado emocional clasifiquémoslo como “positivo” o “negativo”. Lo que nos da fuerzas, ¿es un pensamiento positivo o negativo? El plan de acción que hemos diseñado en nuestra mente para superar ese trauma, ¿conllevará consecuencias positivas o negativas? ¿Alguien se sentirá herido intencionadamente? Son preguntas que debemos hacernos cuando tocamos fondo porque ahí está nuestra naturaleza. Ahí se muestra todo lo bueno y lo malo, nuestras fuerzas y nuestros miedos. ¿Qué nos pesa más? ¿Nuestros sueños se ven ridículos desde allí abajo? Ojo, tal vez no sean nuestros sueños. Revisémoslos. ¿Surge una nueva ilusión que no implica hacer daño a nadie? Atención. Anotémoslo.
Siempre se ha dicho que para darnos cuenta del valor de lo que tenemos, debemos sufrir su pérdida. Tal vez esta pérdida nos beneficie, pero si no es así aprenderemos a valorar lo que tenemos. Siempre se ha dicho que para ver la luz es necesario experimentar la muerte o una situación similar. Pues bien, yo os propongo algo más sencillo. No quiero que sufráis por una pérdida y tampoco quiero que nadie trate de experimentar la muerte. Aprovechemos los momentos dolorosos de nuestra vida y saquémosles partido. Nada malo nos puede ocurrir, no hay nada que perder. Por el contrario, podemos crecer personal y espiritualmente, hacernos fuertes (no duros), seguros de nosotros mismos, cómplices de nuestra vida. Nos tenderemos una mano y nos prometeremos a nosotros mismos que siempre estaremos allí, para protegernos y para querernos. Construiremos un vínculo único e inquebrantable con nuestra alma, con nuestro niño/a que llevamos dentro.
Siempre tendremos a quién cuidar y a quién querer. El sólo hecho de existir nos adjudica una obligación muy dulce para con nosotros mismos. Construyamos un vínculo con la criatura asustadiza que llevamos dentro y os prometo que jamás nos sentiremos solos.
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