Una mención a las Experiencias Cercanas a la Muerte (ECM)

22.02.2016 16:54

Hace algo más de un mes comencé a leer un libro del conocido médico psiquiatra forense y escritor José Miguel Gaona. El libro trata ampliamente el tema de las experiencias cercanas a la muerte, o lo que se conoce como ECM.

He de decir que a medida que la enfermedad de mi padre ha ido avanzando el libro me ha resultado de una ayuda progresivamente creciente. Gracias a la multitud de investigaciones llevadas a cabo por diferentes médicos especialistas (psiquiatras, neurólogos, etc.) a lo largo de las últimas décadas (por referirnos a algo más reciente y palpable), se pone de manifiesto que las personas moribundas pueden habitualmente vivir experiencias cercanas a la muerte.

Muchas de estas experiencias se han ido documentando a lo largo de los años, por supuesto en aquellos casos en los que las personas que las experimentaron se recuperaron de la gravedad que les afectaba en aquel momento, o bien a través de los familiares que presenciaron algunas escenas junto a sus seres queridos que finalmente abandonaron este mundo.

La importancia de conocer la existencia de dichas experiencias redunda en que nos permite tener una perspectiva bien diferente de la vida y de la muerte. Nos permite estar más preparados para afrontar el final de nuestra vida física como una fase de transición a algo bueno.

Lo que particularmente me ilusiona del libro es que está narrado desde un punto de vista médico, identificando en todo momento aquellos hechos que pueden ser explicados con un enfoque científico y aquellos que no pudiendo serlo, tampoco pueden ser ignorados médicamente hablando.

Ahora que los médicos han dado por concluido cualquier posible tratamiento contra el cáncer que mi padre padece, lo máximo a lo que podemos aspirar es a que no sufra, a que no sienta ni un ápice de dolor físico, y que llegado el momento se vaya en paz, relajado y con esa tan añorada sensación de bienestar que parece ser produce el instante final.

Personalmente creo que el momento en el que se abandona este mundo debe ser placentero. Pienso firmemente en que debe ser un estado de felicidad absoluta y de serenidad universal que difícilmente puede explicarse con palabras.

Hace unos meses escribí en este mismo blog la experiencia que viví en el hotel de un pueblo de Polonia, cerca de Cracovia, durante mi estancia por motivos laborales. Fueron dos semanas de mucho estrés. Desde el primer día de trabajo en la empresa local, surgió un conflicto difícilmente de gestionar y que intuía iba a implicar un sobresfuerzo emocional. Adopté una actitud de calma, de comprensión, de “don’t panic”.

En otras circunstancias, al llegar al hotel me hubiera cambiado rápidamente de ropa y hubiera ido al gimnasio a canalizar toda la energía negativa que se me acumulaba durante el día. En aquel hotel de pueblo no había gimnasio, así que tenía que conformarme con hacer algunos estiramientos en el suelo de la habitación. Por experiencia sabía que no era suficiente.

Los días fueron avanzando, las tensiones se fueron acumulando, y el conflicto, lejos de resolverse empeoró de cara al desenlace de la auditoría que estábamos haciendo. La víspera de volvernos a casa recuerdo que llegué exhausta al hotel. Abrí el portátil, y supongo que en una postura poco recomendable tirada sobre la cama, me dispuse a acabar unos puntos pendientes para el día siguiente. Como no estaba dispuesta a dedicarle mucho tiempo a la tarea, preferí permanecer “incómoda” tecleando sobre la cama en lugar de sentarme en la mesa del escritorio.

Cerré el portátil, pedí la cena, me la comí recostada en la cama con dos almohadas mal colocadas en la espalda, al mismo tiempo que veía unos vídeos de youtube. Cuando me levanté para ir al baño, percibí una ligera molestia en el centro de la cintura, por parte de la espalda. Mientras me lavaba los dientes y la cara, comencé a sentir que el dolor crecía a una velocidad indescriptible llegando a una intensidad francamente preocupante.

Me estiré en el suelo primero, después en la cama. Comencé a hacer algunos estiramientos con el propósito de “colocar en su sitio” aquello que aparentemente se había movido. Vi que mi estrategia no daba resultado así que opté por meterme en la cama, buscar una postura cómoda y descansar.

Aquella noche no pude apenas dormir. Me desperté con un dolor insoportable. No podía mover el tronco ni las piernas. Sólo podía mover los brazos y la cabeza. Quería avisar a mis compañeros de que no podía levantarme de la cama y que tal vez necesitaría que me trajeran algún antiinflamatorio. No llegaba a alcanzar el móvil. Finalmente, con lágrimas en los ojos me incorporé, me puse en pie, envié el mensaje a mis compañeros y a mi jefe, y llegué al baño. Me quedé agarrada al lavabo, mirándome en el espejo. No sabía qué hacer.

De pronto comencé a perder la visión y decidí volver a incorporarme en la cama antes de que fuera tarde. Sentada sobre el lado izquierdo del colchón, mirando al escritorio, sentí que mi cuerpo flotaba. Perdí la visión. De repente fui consciente de una especie de temperatura cálida subiendo por todo mi cuerpo hasta la cabeza, pero a diferencia de un desmayo, sin llegar a perder la consciencia. El dolor desapareció de inmediato. Me eché hacia atrás, me quedé tumbada mirando al techo y lo único que veía era luz. Era como estar flotando sobre las nubes entre rayos de sol que no molestaban en absoluto.

No sé cómo calificar aquella experiencia pero lo que sí sé es que nunca llegó el momento del desmayo. Fueron unos minutos (aunque no sé cuánto duró en realidad) de consciencia absoluta sin estar en ninguna parte. No sentía nada de mi cuerpo y no veía absolutamente nada de lo que había en mi entorno físico. Recuerdo que en ese instante pensé que no echaba de menos a nadie e incluso me resultó un pensamiento cruel por mi parte.

Al cabo de un tiempo (no sé cuánto) la luz comenzó a desvanecerse y entre destellos empecé a recuperar la visión. Al mismo tiempo el dolor sobrevino con la misma intensidad que antes. Este fue el final de mi experiencia.

Desde entonces siempre “pensé” que me había desmayado y que de alguna manera había perdido la consciencia. No obstante, recordaba la experiencia con todos los detalles y me veía incapaz de explicar cómo pudo suceder. Cuando leí en el libro de José Miguel Gaona que las ECM podrían manifestarse en situaciones emocionalmente y/o físicamente delicadas, aunque no fueran cercanas a la muerte, me di cuenta de que mi vivencia cumplía casi la totalidad de las condiciones descritas en el libro. A pesar de ello, me mantengo algo escéptica en cuanto a que se tratara de una ECM y me acojo con más facilidad a la explicación de una respuesta neurológica que tuvo mi cerebro como mecanismo de defensa contra el dolor.

Aunque prefiero inclinarme por la neurociencia, no voy a negar que sea cual sea la explicación (neurológica, mística o matemática) el resultado es el mismo, y el resultado es que la sensación de paz, serenidad, felicidad y la “no necesidad” de volver al estado original (supongo que debo referirme al estado físico) es real. Muy real. Por todo ello pienso que llegado el momento la muerte no nos puede defraudar.

—————

Volver