¿Qué es el apego? ¿Por qué los seres humanos tendemos a sentir apego hacia otras personas? Cuanto más lo pienso más contradicciones encuentro en las conclusiones. Si tuviera que meter en un frasco todo el tiempo que he dedicado a reflexionar sobre el apego y el amor, creo que no me atrevería a destaparlo (sonrío).
El ser humano por naturaleza necesita sentirse emocionalmente apoyado. Afortunada o desafortunadamente no somos seres emocionalmente autosuficientes. Necesitamos vivir con una sensación permanente de estar acompañados y de ser queridos. Si no existe en nuestro alrededor la figura que nos conceda este bienestar la buscaremos por activa y por pasiva. A veces no somos conscientes de que nos estamos volcando en algo o alguien sólo porque necesitamos cubrir un vacío. “Nuestro” vacío.
Siempre fui una niña muy independiente, aunque recuerdo que hubo un comienzo en el que no lo fui tanto. Curiosamente recuerdo dos momentos de mi infancia que me hicieron perder drásticamente la dependencia de mis seres queridos, y a partir de entonces se fueron sucediendo multitud de acontecimientos más dilatados en el tiempo.
Comencé la escuela a los cuatro años. Sé que hoy en día estas cosas no suceden, al menos en España. Mi madre dejó su trabajo para cuidarnos, así que hasta esa edad estuve muy calentita y feliz con mi mami. Recuerdo el primer día que me llevó al colegio. La clase estaba llena de niños con batas azules y rosas, con sus nombres cosidos en ellas. Algunos llevaban su nombre en minúscula, otros en mayúscula, y el color del hilo era generalmente blanco, aunque también los había que llevaban el mismo color de hilo que el color de sus batas. ¡Todavía soy capaz de sentir el olor de aquellas batas!
Cuando me di cuenta de que mi madre se estaba despidiendo de mí para “abandonarme” en aquel lugar, se me cayó el mundo a los pies. Lloré como una magdalena mientras ella cerraba la puerta de la clase y la profesora trataba de consolarme sin poner demasiado entusiasmo. Así fue mi primer contacto con la “jungla” social.
Empecé a entender que el resto de las personas del mundo mundial no eran como mi madre, y que ellos no me trataban de manera especial. La verdad, no recuerdo qué recurso utilizó mi mente para salvar aquel vacío emocional, pero os aseguro que a los dos días ya no lloraba. Desde entonces fui la alumna más aplicada de la historia del colegio. Supongo que el motivo de mi éxito fue que redirigí mi “desdicha” y mi “sentimiento de abandono” al proceso de aprendizaje. Creo que fue un acierto.
Después vino mi temor a la oscuridad. Había noches en las que sin estar profundamente dormida, tal vez en un estado de duermevela, veía dos líneas en mi mente que salían una de cada lado para encontrarse en el centro. Aquello me producía una angustia inexplicable, explotaba en llanto. Si me sucedía mientras estábamos en la sala viendo la televisión, mi madre me cogía en brazos y me susurraba para tranquilizarme. Ahora me doy cuenta de que a veces no entendía qué me pasaba. Bueno, creo que yo tampoco lo entendía.
Las noches que no era capaz de pegar ojo por miedo a los monstruos, me quedaba paralizada debajo de las mantas. El sentimiento de terror que guardo de aquellos momentos sigue siendo el “Top One” en las memorias de mi vida. Si no conseguía quedarme dormida en aquel horror optaba por sacar la manita fuera de las mantas y pegar golpecitos con mis nudillos en la pared. Mi abuela dormía en la habitación contigua y por aquel entonces tenía el oído fino, así que venía a rescatarme. Al principio se metía en mi cama hasta que me quedaba dormida; tiempo después recuerdo que me llevaba a su habitación y dormía en la otra cama que estaba a su lado.
Llegó el día en que mi abuela dejó de rescatarme. Aquella noche la llevo grabada en lágrimas de sangre en mi alma. Permanecí paralizada casi una hora sin querer siquiera sacar mi dedo meñique al exterior. Cuando parecía que mi corazón iba a reventar de pánico y que todo llegaba a su fin, sucedió algo inesperado. De pronto fui consciente de cada parte de mi cuerpo. Fue como si todas ellas cobraran vida por sí solas. Pasé de estar profundamente sola a estar más acompañada que nunca. Ahí estaban mis dos pies, mis dos piernas, mis dos brazos, mis dos manos, dispuestos a mantener una conversación conmigo y a darme cobijo. Me alegro de haber vivido aquella experiencia. Desde entonces me he sentido sorprendentemente acompañada por mi cuerpo, y rara vez me he sentido sola. Creo que lo que experimenté de pequeña fue una tremenda apertura de consciencia. Muchas personas no llegan a vivir una experiencia semejante ni siquiera de adultos.
Hoy por hoy me considero una persona emocionalmente independiente. A pesar de ello, la necesidad natural de apego irrumpe en mi vida continuamente, y reconozco que cuando la siento puede llegar a desestabilizarme. Necesito volver a recordar que el apego no va conmigo, que yo no estoy sola y que tengo a mis “compañeros” incondicionales. Obviamente, cuando hablo de “apego” me refiero a una necesidad emocional motivada por un momento de crisis (por muy pequeña que sea) y orientada a cubrir un vacío. En mi caso ese vacío no existe, por eso necesito recordármelo.
Las emociones hacia otras personas deben llegar, por supuesto, pero desde la calma, desde una estabilidad mental. Cuando la mente se siente perdida y confundida se aferra desesperadamente a un clavo ardiendo. No caigamos en ese engaño de nuestro ego.
Os deseo fuerza y paciencia, y os pido que dediquéis unos minutos al día únicamente a sentiros, a observar vuestras emociones, vuestras necesidades. Os sorprenderá averiguar que a veces la motivación de nuestras decisiones no nos corresponde, no sale de nuestro corazón. Es sólo un cobijo para nuestro cobarde ego.
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