Ayer mientras estaba pedaleando incesantemente durante una hora, me acordé de mi primer viaje en solitario a Australia. Hace un par de años os escribí sobre aquella experiencia en este blog, y me siento en la necesidad de volver a retomar el tema.
Echo una mirada hacia atrás y ahora con más claridad sé los cambios que aquel viaje supuso en mi vida. Recuerdo el instante de pánico en el aeropuerto de Londres, donde mi niña pequeña estaba asustada y me suplicaba volver a casa, a mi guarida protegida. Con temblores en las rodillas me subí al avión. Fue la segunda mejor decisión que jamás he tomado.
Ayer cobré absoluta consciencia de que aquel acto de coraje desbloqueó miedos, inseguridades y obstáculos en mi mente. En el momento no percibí más que una gran satisfacción, claro que con tintes significativos de incertidumbre. Tal vez por ello no me fue posible disfrutar del éxito del coraje de forma inmediata. Fue algo que ocurrió en la inconsciencia, derribó muros (de ahí el jaleo de emociones), construyó nuevas vías de desarrollo (mi pensamiento fue gradualmente cambiando de perspectiva), y finalmente alcancé una expansión de algunas de mis cualidades que estaban inhibidas.
Pequeños actos de coraje que son fruto de una decisión tomada en cinco segundos, pueden cambiar tu vida de forma inexorable e inesperada. Desde aquel día siempre he ido sola de vacaciones, sin miedo a las distancias geográficas ni culturales, sin miedo al mañana ni a las incertidumbres. Confío tanto en mí misma que difícilmente puedo sentirme más cómoda con otra persona que no sea yo.
Obviamente, esto es un reflejo palpable de otros muchos cambios que se han producido silenciosamente en mi interior. Derribar los límites de nuestra mente es algo que todos debemos hacer continuamente aunque no siempre encontremos la manera adecuada de hacerlo. En mi caso, el hecho de lanzarme a la aventura en la otra punta del mundo (no una vez, sino unas cuantas veces), me ha ayudado a ver el mundo y la vida con otros ojos, otra perspectiva. Como dijo nuestro amigo Albert, todo es relativo…
Este año volveré a irme a otra punta del mundo. Será una aventura increíble. Siempre pienso que algún día no querré volver, que la vida consiste en eso, en viajar sin parar, en conocer, en entender, en experimentar, en contemplar, en sentir. Si tiene que ser así será. Me temo que nací con espíritu aventurero.
Hoy tengo la capacidad de sentir las decepciones sin que apenas me traspase el dolor. Cuando siento que el dolor llega, lo cojo y lo expulso lejos de mi pensamiento. Nuestra mente está diseñada para pensar en negativo más que en positivo. Tenemos una tendencia natural a permitir que los pensamientos negativos nos invadan, nos traspasen y nos dejen huella. Así se generan nuestras barreras, miedos y traumas. Así permitimos que queden incrustadas en nuestra esencia apagándonos el brillo de la mirada.
Ahora tengo la capacidad de ser consciente de mis emociones y de darles una vuelta de tuerca si es necesario. No hay que aferrarse a ninguna emoción, especialmente si son intensas. Hay que observarlas detenidamente y ponerlas sobre la mesa. Aceptar conscientemente su intensidad una vez nos mostramos a nosotros mismos cuáles pueden ser sus consecuencias. Preparamos nuestra mente para lo bueno y para lo malo, y sólo después de este ejercicio consciente, aceptamos vivir su intensidad.
Es probable que vivamos un nuevo golpe, una nueva decepción, pero nuestra mente no se aferrará a ella y seguirá adelante. Tal vez una lagrimilla o dos, pero nada de bloquearnos ni paralizarnos. “Venga va Erin…”. Me obligo a levantarme del sofá a regañadientes y a lanzarme a otras cosas que me llenan, me ilusionan. A veces por la noches, cuando toca decirme “Venga va Erin”… cojo la guitarra y me pongo a cantar, o me pongo al piano bajo la luz de las velas. Es un auténtico deleite para el alma.
Detrás de todo esto está el coraje. El coraje a sentir, a vivir, a ser mejores personas cada día y a querernos incondicionalmente.
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