¡Cuántas historias que contar! Ayer por la tarde aterricé por fin en mi casita después de doce días por Brasil. El propósito del viaje fue totalmente profesional, pero como siempre, aprovechamos el fin de semana para desatarnos la melena y aventurarnos esta vez por Río de Janeiro. Nuestro trabajo es muy intenso y además de la dificultad técnica de la propia tarea (trabajamos bajo la presión de la cuenta atrás), estamos expuestos a las relaciones personales con los empleados a los que auditamos.
Hay momentos en los que nos sentimos realmente estresados e impotentes por la dificultad de comprensión. Mientras el reloj avanza, intuimos silenciosamente (gracias a nuestra experiencia) que vamos atrasados y es entonces cuando debemos saber mantener la calma, ser pacientes con las personas y tratar de llegar a un entendimiento haciendo uso de una pizca de sentido del humor. Sentados al lado del auditado en un momento de estrés, si no nos paramos dos segundos a respirar hondo, resetear la mente y dirigirnos a la persona con una pregunta personal o un comentario gracioso sobre la vida o sobre cualquier otra cosa, me vería como en la serie de Ally McBeal, cortándole la cabeza al auditado (me río).
Además de estas escenas que pueden repetirse varias veces al día durante dos semanas (es lo que duran nuestras auditorías), podemos encontrarnos con reveses inesperados que complican un poquito más nuestro trabajo y nuestra estancia. A pesar de todo ello, mi reto personal era conseguir disfrutar del fin de semana aventurero que nos esperaba. Para conseguirlo iba todos los días al gimnasio del hotel y de vuelta en mi habitación pedía la cena, me duchaba, cenaba y después dedicaba un ratito a relajarme con el Reiki. Esa era mi receta milagrosa que hacía que al día siguiente me sintiera como una rosa y sonriente para comenzar una nueva jornada.
Debo decir que al margen de lo malo, en cada viaje conocemos a personas encantadoras y nos echamos unas buenas risas entre auditoría y auditoría. Realmente hay gente encantadora por el mundo. El viernes pasado nos fuimos de cena con el Director Financiero a una churrasquería cerca del hotel. Estaba encantada de poder tomarme una de esas caipiriñas brasileiras tan colmaditas de cachaza. El resultado fue que antes de llegar a la mitad de la copa, comencé a volar por las nubes y mis tensiones se desvanecieron. Hacía mucho tiempo que no tomaba una copa, así que ésta la disfruté como si hubiera sido la última. Llegamos al hotel muy pronto, preparados para madrugar y coger el avión destino a Río de Janeiro.
Allí estaba yo, en la ventana del avión, en la fila tercera. Había escogido aquel asiento para ver las vistas de la ciudad durante el aterrizaje (el Corcovado, el Pan de Azúcar, las playas de Copacabana e Ipanema, etc.). Me puse los auriculares, escogí la canción que marcaría aquel momentazo y me quedé contemplando el paisaje. La cuestión fue que el fin de semana se presentaba nubladito, aunque caluroso, por lo que apenas pude ver el brillo de las chapas de las miles y miles de casas que conformaban las favelas. Aun así seguía sintiéndome feliz, muy feliz.
Llegamos a la terminal, cogimos el taxi y fuimos directamente al Corcovado. Desafortunadamente tuvimos que esperar dos horas en la estación del tren, ya que todos los trenes anteriores estaban completos. Durante ese par de horas nos indignamos un poquito porque nadie nos había recomendado subir en taxi, lo que claramente parecía ser la mejor opción. Aun así nos reímos y seguíamos estando felices como perdices. Arriba en el Cristo Redentor el cielo estaba nublado. El Cristo se veía perfectamente pero la ciudad bajo nuestros pies no nos daba ni una mísera pista de que existía. Sacamos nuestras primeras fotos que daban fe de que habíamos estado en aquella maravilla. Entre foto y foto en las faldas del Cristo, tuvimos que lidiar con un problemilla por teléfono en relación al apartamento que habíamos reservado para la noche. Resulta que había una “sobre-reserva” y no veíamos clara la alternativa que nos daban. Nos lo tomamos con filosofía y quedamos en que al llegar a recepción nos deberían poder ofrecer nuestro apartamento ya que estaba perfectamente confirmada sin ninguna letra pequeña a pie de página.
Bajamos del Corcovado, fuimos al apartamento y nos encontramos con el problema de la reserva sin resolver. Resumiendo, a pesar de haberles informado de nuestra hora de llegada la responsable no se había presentado hasta una hora después y la agencia de “Booking” (lo pongo directamente para que se sepa) no dio la cara. Simplemente se desentendió del tema enviándonos un email de última hora que además no pudimos consultar (por estar de viaje y sin conexión a la red), en el que se nos ofrecía una alternativa lamentable. En fin. Llegó la señora responsable del apartamento. Obviamente se sintió presionada ante aquella pésima gestión por parte de todos ellos y se apresuró en mostrarnos un par de opciones cerca del lugar. La primera opción no la pudimos ni siquiera oler porque al llegar a la puerta de aquel apartamento aparentemente glamuroso de la planta once de un edificio en primera línea de Copacabana, la llave no abría la puerta. Así fue, la llave no abría la puerta. La segunda opción fue desafortunada. Nos llevó a un apartamento que ni siquiera ella lo había visto previamente, y que además era un auténtico cuchitril.
Lo triste de todo aquello fue que tuvimos que mantener caras de “perro cabreado” durante dos horas para que finalmente nos llevaran a un hotel con habitaciones bastante decentes. Las habitaciones eran caras pero la mujer se responsabilizó de la diferencia de precio. Aun así, tras aquella fachada de indignación y cabreo aparentes, seguíamos estando felices como perdices. Nos fuimos a cenar a un hotel frente a Copacabana con unas vistas nocturnas impresionantes. Al día siguiente nos esperaba el Pan de Azúcar y nuestra aventura playera.
El domingo por la mañana se presentaba nublado. Llegamos muy pronto al Pan de Azúcar, sacamos unas fotos preciosas, aunque al no estar el cielo despejado, la ciudad a nuestros pies se veía entre algodones difuminados. Antes de las once de la mañana ya estábamos caminando por Copacabana. Nos detuvimos un rato a observar la protesta que se había convocado para aquel día, con una cifra oficial de casi medio millón de manifestantes en Río de Janeiro. La verdad es que no parecía que hubiera tanta gente, ya que la playa es kilométrica y los transeúntes se dispersaban a lo largo de todo aquel recorrido. Y llegó el momentazo.
Nos acercamos a un chiringuito, pedimos un par de caipiriñas y nos sentamos en bikini en primera línea de playa. Nuestras pieles blancas del invierno español sufrieron las consecuencias del sol abrasador del verano brasileiro…. pero nos bañamos en Copacabana, sí señor. Tenemos fotos que dan fe de ello. Recordé la obsesión que tenía mi abuelo con la playa de Copacabana. Siempre le oí decir que era la mejor playa del mundo. Creo que fue uno de sus sueños no cumplidos. Nunca viajó a Brasil. Me sentí satisfecha de estar allí, de haberla visto con mis ojos, de haberla caminado con mis piernas y de haber sentido el tacto de sus aguas en mi piel. Sabía que donde quiera que mi abuelo se encontrara había cumplido su deseo a través de mí. ¡Y estoy convencida de que disfrutó mi caipiriña más que yo misma!
Caminamos en bikini hacia Ipanema mientras nos secábamos. Allí el ambiente fue mucho más tranquilo. No había chiringuitos de playa para comer. Sólo algunos Kioscos con bebidas. La gente no era tan cosmopolita. Con razón se dice que Copacabana es la playa más democrática del mundo.
De allí al aeropuerto y de vuelta al hotel cerca de Sao Paulo. Aquella tarde bajé al gimnasio del hotel, me puse los auriculares y durante más de una hora estuve haciendo ejercicio mientras cantaba a todo pulmón sin reparos. Al otro lado del cristal se veía la piscina. Era de noche y no había nadie en la terraza. El suelo estaba mojado. Pude apreciar algunos charcos entre las piedras del suelo. El fin de semana en Sao Paulo había llovido como casi cada día de nuestra estancia. Me sentí increíblemente satisfecha y feliz, con ganas de editar el álbum de fotos que describiría las veintiocho horas de aventura por Río de Janeiro. Pensé en compartir mi álbum bajo el lema que marcó nuestra aventura: “el NO ya lo tenemos”.
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